Año dos: los pecados

Llegué aquél día con la sonrisa algo tonta y mi compañera de trabajo me miraba de forma inquisidora. Cuando finalmente me interrogó qué me pasaba, me apresuré a preguntarle si es que hacía mala cara o qué. Su definición de cutis-de-haber-follado-bien me caló hondo. Yo no sospechaba que los cuatro polvos de la noche anterior, y el quinto que no pudimos acabar, fuera algo visible en la luminosidad de mi cara.

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Aunque pensaba que aquél hombre iba a ser pasajero, no creí que nuestra historia pudiese acabar tan retorcida. Si rápidamente descarté el poder tener una familia con él,  lentamente me empecé a hacer adicta al olor de su piel, al desorden de su casa, a los nudos de su pelo.

Nuestros primeros encuentros se forjaron en el sexo, sexo bueno y sin tabúes. Nos dejó de importar mucho de nuestra fisiología para poder compartir momentos largos de un irrefrenable deseo que nos llevaría a acabar corriéndonos juntos. Experimentamos con todo tipo de juegos, siempre que la espontaneidad nos lo permitía, y mantuvimos todo esto hasta el final del primer mes.

Las conversaciones podían ser interesantes, él era un apasionado por un amplio espectro de cultura. Le escuchaba con interés cuando me hablaba de arquitectura, o de artistas plásticos del diecinueve, o me contaba cómo Miss Kittin fue pillada en un concierto puesta de coca hasta el coño. No obstante las conversaciones se fueron tornando desagradables cuando tenía sus días malos. En sus días negativos me despreciaba de una manera muy misógina, me culpaba de tener una opinión débil, o me acusaba de actitudes que eran propias de él pero que proyectaba en mi. En sus días de insomnio yo era un incordio y lo único que podía hacer era volverme caminando a mi casa desde su apartamento.

Se sucedieron los ciclos de buen rollo y rollo de papel del culo. Culpables eran la relación tóxica con sus padres, sus compañeros de piso, la ausencia de vida nocturna en Barcelona, o la fase lunar. Porque en la semana mala me podía esperar la soledad absoluta, que no me respondiera al teléfono, o que se presentase a mitad de la noche para follar.

Nunca fuimos novios pero alguna vez nos comportamos como tal. Mis amistades y las suyas nos veían como una pareja muy abierta. La apertura de la relación estaba en su mano. Giraba el pomo y salía por la puerta cada vez que quería follarse a otra. Tenía la «delicadeza» de culparme por algo y salir dando un portazo. En la habitación me quedaba a solas con su culpa, fuera quedaba él sólo con la absolución para cualquier pecado.

Un día apareció algo lúcido por mi casa y me comentó que quería hacer un viaje por las Islas Griegas. No dude en ningún momento que ese viaje fuera a incluirme a mi. Argumentó que necesitaba hacerlo, que su vida estaba en un punto inmóvil y que necesitaba escapar de no sé qué cosas. Mi primera y única respuesta fue «adelante». No me pidió dinero, sino permiso. Nuevamente estaba dejando en mi casa otro fantasma de culpas. Su viaje fue largo, no supe nada en absoluto sobre él durante todo este tiempo y cuando regresó no acudió el primer día a verme.

Una noche se presentó en mi casa con cara larga y mirada de ternero. Se sentó conmigo y me acompañó mientras acababa de ver la película. En un momento aleatorio me dijo sin más «en Grecia te puse los cuernos». A duras penas me inmuté y seguí prestando atención a la película. Inquieta por no haberle dicho nada mascullé un «bueno, de acuerdo».

Le decepcionó que no mostrase un enfado o rabieta pero, la verdad, nunca antes me había enojado por sus vaivenes y desprecios. La indiferencia, ese día, fue mi mejor medicina. Con la frase de Patty Smith «Jesus died for somebody’s sins, but not mine» (Jesús murió por los pecados de alguien, pero no los míos» en mi mente, la tranquilidad gobernaba en mi corazón. En un momento indeterminado posó su cabeza sobre mi hombro y emitió una especie de gemido suave.

Con frialdad le pasé el brazo sobre su cuello y sofoqué su arrepentimiento contra mi pecho. Esa noche nos fuimos a dormir pronto y no tuvimos sexo, fue la única noche que recuerdo que hicimos el amor vestidos, fue la última noche que recuerdo con él.

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