Miedo a opinar

Esa sensación extraña a decir algo inapropiado, en aras de lo que se debe decir para no ofender. Un querer contentar a quienes históricamente han sido maltratados, ridiculizados o denostados. Un miedo a compartir la opinión y que la opinión esté mal. A cambio, recibes un bofetón de corrección que te dice lo que puedes o no puedes decir al mismo tiempo que se grita libertad. No sé tú, pero esto, yo, lo recordaba diferente.

Desde niño siempre he sido muy opinionado, que dicen en inglés. Participaba en los debates de política de los adultos con más interés del que pudiera tener cualquier otro niño de mi edad. Leía el periódico con la misma fruición que devoraba tebeos de Mortadelo y Filemón; así me interesaba en temas de feminismo, transgénero, nacionalismo, o cualquier asunto que se debatiera en aquellos cambiantes años ochenta y noventa. Me gustaba informarme y tener una opinión basada en las ideas que había ido aprendiendo. Me lo cuestionaba todo para aprender y seguía sin saber nada.

Quizá mi generación ahora tiene miedo a mirarse al espejo. Quizá, mi quinta se avergüenza del paso del tiempo. Posiblemente admitir que hemos vivido sea menos relevante que decir lo que estamos viviendo.

En este momento de arrobas, hashtags y etiquetas, parece que tenemos que construirlo todo con un máximo presentismo. Ayer equivale a hace un año y las opiniones cambian a gran velocidad en giros de 180 grados. A golpe de tuit quién ayer tenía razón, hoy es un facha. Es más, la carrera hacia quién es más progresista camina a zancada larga. Y yo que hasta ayer me sentía moderno, ¡pues ya no lo soy!

No vengo a justificar a nada ni a nadie, pero sí a reivindicar el disentimiento como herramienta de crecimiento personal. No estar de acuerdo es lo mejor que nos puede pasar. Respetar a quien piensa o actúa diferente es una responsabilidad en dos direcciones. La única manera de perder el miedo a opinar, es perder el miedo a las opiniones diferentes y, aún sin compartirlas, ser lo suficientemente inteligentes como para respetarlas e incluso discutirlas.

Quiero reivindicar las canas, la experiencia y las vivencias que me definen. Porque antes de que tú fueras joven, yo lo fui. No me importa que me llamen de usted, no me importa que me salgan canas, arrugas o que mi pensamiento pertenezca a otra época. Quiero no tener miedo a ser la consecuencia de quien fui y poder elegir quien soy.

Hago esta reflexión y me reafirmo: el miedo a envejecer físicamente afecta también al miedo a que nuestras ideas ya no sean «las que ahora se estilan». Es como si fuéramos cómplices de la erradicación de nuestro propio pensamiento. Nosotros, que venimos de una generación que luchó por el feminismo, por la igualdad, por derechos de trabajadores, que nos opusimos a la meritocracia que escondía clasismo, que nos manifestamos por la paz, que luchamos contra la corrupción, ahora nos vemos con miedo a decir lo que pensamos porque, quizá ya no eres lo que se lleva.

Quiero vivir sin miedo a opinar, sin miedo a parecer viejo, o anticuado. Porque cada uno de nosotros somos un contexto más complejo que un tuit, más real que un filtro y más importante que cualquier trending topic.

Bixquert, quince de junio de dos mi veitidós.

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