Si supiéramos mentir mejor, mentiríamos menos
Mentir no está bien visto. Mi madre cuando era pequeño, con su mejor voluntad, me decía que no hay que decir «mentira», hay que decir «eso no es cierto». Años después, ya siendo adulto me decía que «no hay que ser bueno, hay que saber parecerlo».
La bondad no es innata, pienso al contrario que Rousseau, la sociedad nos domestica.
Con los años me fui alejando de mi madre, en el buen sentido claro. A la rebelde adolescencia le siguió la universidad en otra ciudad, y después me fui a trabajar lejos de casa durante 10 años. En cambio los principios que me enseñó mi madre siguen acompañándome y siento que si algún día tengo un hijo le domesticaré de la misma manera. Es un inexorable ciclo que refuerza la forma que tenemos de ser más buenos y llamarnos civilizados.
Los buenos, y los que dicen la verdad sin malicia, acaban siendo teledirigidos por parte de las mentes más perversas. En cambio los que son malos y aseguran decir la verdad «porque les gusta decir lo que piensan», son apartados por la manada pues su actitud combativa es un riesgo para la estabilidad.
Precisamente estas personas, las que tienen un problema de incontinencia de la verdad similar al control del esfinter de una paloma, suelen ser personas que mienten mal. Pretenden venderse como honrados, honestos, y sinceros; en cambio emprenden una marcha lanar que el resto del rebaño huele como pedo en ascensor.
Como decía antes, mi madre me enseñó que en esta vida no hay que ser bueno, sino que hay que parecerlo.
Lejos de ser una frivolidad, lo que mi madre me quiso enseñar es «a no ser el tonto al que le mienten fácilmente». Aún hoy no sé si lo consiguió.
Las apariencias engañan, y es mejor disfrazarse de cordero entre el rebaño de la sociedad, que pavonearse como un lobo esperando que todos se doblen a su paso.
En cambio, si me paro a analizar la sociedad en la que me muevo, entre selfies y adolescentes que quieren ser famosos en Twitter (y adultos que quieren ser adolescentes famosos en Twitter y se hacen selfies), tenemos una representación política justa. Justo tenemos aquello que no queremos, pero aquello que somos.
Como Narciso que se contempla en el reflejo nos tocamos el rostro y decimos: «No, ese no soy yo. Yo soy más guapo». Después salimos a la calle y gritamos que «no nos representan».
La injusticia social pasa por culpa de aquellos, los que están más lejos, y aparece un insulto social llamado «desafección política».
Pero en el fondo nos gusta una mentira más que un hemorroidal a un jinete. Como diría Almodóvar en aquella peli: «nos va la marcha». Porque sabemos que roban, sabemos que hay enchufes a amiguetes, familiares y sobornadores, y además encarecen las obras a consciencia, incumplen su programa electoral, o dejan sin casa a miles de personas. No olvidemos los rescates a los bancos, las puertas giratorias, o los «está lloviendo mucho». Además nos encanta que nos hablen de independencia, de nacionalismo español, Marca España, y la concha de la puta madre que nos parió a todos.
En la superficie nos teledirigimos hacia Twitter y nos quejamos de todo, o nos sentamos en una plaza a ver pasar el tiempo o a protestar y hablar de revolución con el culo en el suelo.
Y algunos se visten de cordero, y otros de borrego. En el fondo si pudiéramos gobernar mentiríamos lo mismo que cada uno de esos políticos que decimos que no nos representan. Querido lector, esa es la primera gran mentira, sí lo hacen. Aunque como narcisos enfurecidos decimos «yo no soy ese».
La democracia se debe empezar de abajo a arriba, y aunque creo que es un sistema incompleto es el mejor que tenemos por ahora. Diciendo la verdad es el único al que aspiramos, aunque mentimos al decir que ya formamos parte de él.
Quienes aprenden a mentir bien urden el engaño sin fisuras, sin necesidad de tapar y tapar, y los que se dejan engañar ni tan siquiera se dan cuenta.
Quienes mienten mal se pasan el tiempo cagando falsas verdades para esconder aquél engaño que han tramado. El pueblo, avergonzado, nos mentimos a nosotros mismos y cagando aún más mentiras señalamos en el ascensor a quién se tiró el pedo.
La cadena de malas mentiras se extiende desde el pueblo al político y del político al pueblo. No sabemos mentir y exponenciamos «eso que no es cierto» hasta dejar de sentir vergüenza. Sin duda alguna si supiéramos mentir mejor, mentiríamos menos.