Año uno: tras la puerta

Recuerdo el olor de aquél friegasuelos de olor a pino. El suelo de linóleo era algo nuevo para mi, me producía entre decepción por tener un suelo de verdad y asco por su tacto gomoso y un tanto pegajoso. Durante varios días estuve limpiando todo de manera compulsiva, quería que aquella estancia tuviese mi esencia, y no la de otras personas que hubiera vivido allí antes que yo. Recuerdo a Dolores O’Riordan con algún álbum antiguo de The Cranberries, y una especie de nostálgia céltica que no alcanzaría a llamar morriña, sino algo superior a ella. Interrumpida la canción por los contínuos entrares y salires de los vecinos, aquél apartamento en la planta baja del oscuro edificio sería mi caja de resonancia. Aquel primer hogar fue primordial, básico, para sobrevivir a aquella gran ciudad. Aún sin problemas graves ni preocupaciones de «qué voy a ser de mayor», podía salir a la calle a cualquier hora sin preocuparme de cuántas horas le debía a Morfeo para ir fresco al trabajo. No puedo olvidar la inspiración que me sobrevenía de la libertad de aquellos días en mi primera madriguera donde, bajo la luz de un flexo halógeno que me había hecho compañía en las noches de estudio, empecé a escribir todos aquellos pensamientos que durante tantos años habían sido motivo de mi tristeza. Vomintando palabras en el que fue mi primer blog, componía versos que me recordaban a mis primeros fracasos en la vida como adulto. Escribía tantos recuerdos tristes y dulces melancolías que un día, harto de todos ellos, quise adentrarme en algo más, mis miedos. Aquella noche preparé un té caliente como la lava y no empecé a beberlo hasta que su humeo dejó de ser tan intenso. Con algo de música empecé a escribir una historia que prentendía dotar de cierto tono de misterio. Comencé escribiendo sobre una caverna en la que alguien se despertava desorientado. Al incorporarse sólo podía guiarse por su tacto y tras darse cuenta de la rugosidad de las paredes vió una puerta. La puerta era de metal, tenía un único pestillo de un metal más fino y parecía que sólo podía abrirse hacia un lado, era una puerta corredera. Un largo pasillo con una luz ténue al fondo era la única salida posible. A paso lento y temeroso se acercó hacia el final donde otra estancia iluminada por una llama parecía abrirse. En el centro de la sala había un hombre desnudo, sentado de espaldas a la puerta, llorando con la cabeza hundida entre sus rodillas, cerca de la hoguera que parecía mantenerle caliente. El personaje se acercó a atender a este hombre pero cuando este se percató de su presencia saltó como una bestia a morderle en el brazo. Su rostro desfigurado carecía de ojos y una boca con horribles dientes pero sin lengua fue lo último que vio cuando… Me desconcentré de mi relato, el té ya se había quedado demasiado frío y un ruido al otro lado de la puerta de la calle fue el pretexto para levantarme hasta la cocina. Estaba calentando algo más de agua, para una segunda dosis de teína. Un jadeo un tanto oscuro provenía de detrás de la puerta y, sin apartar mis oídos de ese sonido inquietante me acerqué con paso temoro hasta la puerta. El suelo de línoleo alertaba de mis pasos y me descalcé. Apunté mi oreja hacia la puerta y traté de escuchar mejor ese angustioso sonido. Cesó. Estuve a penas unos segundos tratando de afinar frecuencias frunciendo el ceño pero el sonido dejó de escucharse. Silencio, inusual en aquél apartamento. De repente como si alguien golpease con las dos manos contra mi puerta recibí el impacto contra mi sien. De nuevo silencio. Mi corazón se había acelerado y en ese momento a solas en mi primer apartamento se me volvió de sabor metálico. Cada latido en mi pecho era equivalente al que había escuchado tras la puerta. Tomé aire y de nuevo puse la cabeza junto a la lama de la puerta. Un segundo golpe me aparto con violencia y me acerqué hasta el cajón de los cuchillos de la cocina. Con el cuchillo en la mano, junto a la puerta, tragué mi saliva casi inexistente y acerqué el ojo a la mirilla muy lentamente. Al mirar no vi absolutamente nada. Desconcertado relaje la mano con la que sujetaba el cuchillo pero a penas unas décimas de segundo después de eso vi cómo el desfigurado hombre de mi relato berreaba con ira sabiendo que yo estaba tras la puerta.

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