Café, café

Recuerdo, cuando tenía veinti-recientes años, que estando en Estados Unidos me sorprendió el hecho de que la gente tomaba el café en grandes vasos de cartón. Lo hacían andando por la calle con semblante serio, y un paso ligeramente acelerado. Salían de una especie de «fast-coffee shops» que vendían el café como si fuera agua (sucia).

Estando allí recuerdo una tarde en la que fuimos a cenar a un restaurante asiático y me pedí unos fideos de arroz con brócoli. Picaban como si no hubiera un mañana, pero al final, con los labios hinchados como Carmen de Mairena, decidí sentenciar que a pesar de mi hambre infinita no eran de mi agrado.

No me gustaba la comida, estaba hecha con prisas, con desgana, con la finalidad de saciar el estómago sin llegar a pasar primero por el paladar, por la pituitaria roja deleitando el olfato.

Las cosas en Stanford parecían hacerse con prisas y sin ganas. De hecho se pagaba siempre antes de comer, de pie frente al mostrador. Pagar con el culo en el asiento es algo limitado a personas más pudientes, o a algún excepcional café que quería dárselas de europeo.

Pero sí, el café se huele mejor, se mira con estremecimiento en los ojos, se degusta mejor, cuando aún no lo has pagado.

Un buen café no sale solo, ni sólo se toma un café porque se tiene prisa. Me gusta el café, sí. Lo tomo con deleite y mejor en compañía. El aroma de tomar una taza de café se hace entre amigos.

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