El Santito (CAP. 2)
Dani, ese era su nombre. Él me bautizó como «El Santito» y así me llamó durante los años restantes hasta que, al adentrarnos a la adolescencia, ambos marchamos a institutos de bachiller diferentes.
Sinceramente, queridos lectores, confieso que no tenía ni vergüenza, ni rabia, al hecho de que me hubiera puesto un apodo. Habían apodos mucho peores en la clase: «El Negro» para un chico de tez oscura, «El Cabra» para un chico con un pelo rizado y áspero o «Dumbo» para el que era mi mejor amigo y un poco orejotas.
En el colegio es fácil tener apodos, tener amigos, y sobre todo enemigos. Pero aunque el carácter de él daba miedo a muchos de mis compañeros Dani no era una persona sin amigos, ni tampoco estaba exento de su apodo: «El Pelirrojo»
Hubo un día, uno cualquiera de las luminosas primaveras valencianas, en el que un compañero trajo un aerosol de Reflex a clase. Con la excusa de que era alguien muy deportista, trajo al aula aquél bote de alcanfor y linimento y empezó a rociarse el producto en los gemelos a cada descanso entre profesores.
El pestazo a mentol se extendía por la clase causando las risas entre los compañeros. Nuestro compañero «pichichi» que se quería hacer el interesante con su aerosol, empezó a rociar a otros compañeros que le pedían, por favor, que les refrescara los músculos.
El olor de aquél producto me irritaba de forma extraña. Años después y ahora ya casi rozando la mediana edad, me he dado cuenta de que tengo una hipersensibilidad a los olores en general.
Cuando llegué a casa para la hora de la comida, observé a mi madre preparando la comida, mientras sentado en la cocina trataba de preparar los deberes de la tarde. Un olor agrio llego hasta mis fosas nasales, y me hizo levantar de nuevo la cabeza del libro. Mi madre estaba preparando una ensalada y la roció con un intenso vinagre blanco.
Fui al armario de la entrada de casa. Mis padres allí guardaban todo tipo de envases de perfume. Tal vez lo contaré otro día, pero uno de los oficios de mi padre iban por este camino. Encontré una botella vacía de perfume, sin forma, de estas que se se usan para poner perfume de muestra en las tiendas. Regresé a la cocina y en un momento que mi madre salió a hablar con una vecina rellene la botella con el vinagre de la ensalada.
Cuando regresé al cole por la tarde, el aula aún olía a mentol, alcanfor, linimento. Aquél olor irritante que «El Santito» debía eliminar.
No me sentaba muy lejos del compañero del aerosol y aún sin el profesor en el aula me acerqué con el bote de perfume relleno de vinagre. «Esto se llama Antireflex» – le dije. Acto seguido empecé a rociarlo con aquél vinagre blanco en las piernas. Mi compañero se enojó, pero evidenciado delante de los otros compañeros fingió una carcajada y me apuntó con el bote de Reflex a la cara. Cerré los ojos y me temí la peor de las irritaciones, pero justo unas décimas de segundo antes de que su dedo apretase el botón, una mano desde atrás me tomó del brazo y me aparto de la trayectoria de aquél aerosol.