Relatos

El Santito (CAP. 2)

Dani, ese era su nombre. Él me bautizó como «El Santito» y así me llamó durante los años restantes hasta que, al adentrarnos a la adolescencia, ambos marchamos a institutos de bachiller diferentes.

Sinceramente, queridos lectores, confieso que no tenía ni vergüenza, ni rabia, al hecho de que me hubiera puesto un apodo. Habían apodos mucho peores en la clase: «El Negro» para un chico de tez oscura, «El Cabra» para un chico con un pelo rizado y áspero o «Dumbo» para el que era mi mejor amigo y un poco orejotas. + Más información

El Santito (CAP 1)

Él era pelirrojo, pecoso, y extremadamente nervioso. No era de la ciudad, sino de un pequeño pueblo a unos 20 kilómetros de donde estudiábamos.

He de decir en primera instancia que era, o es, una muy buena persona. Sí, era muy bueno al menos aquel tiempo en el que le conocí. En cambio había algo en él que hacía que los demás lo juzgaran como alguien malo. + Más información

Café, café

Recuerdo, cuando tenía veinti-recientes años, que estando en Estados Unidos me sorprendió el hecho de que la gente tomaba el café en grandes vasos de cartón. Lo hacían andando por la calle con semblante serio, y un paso ligeramente acelerado. Salían de una especie de «fast-coffee shops» que vendían el café como si fuera agua (sucia). + Más información

«Good night Ginger»

Con varias capas de abrigo salí a la calle. Era tarde, pero necesitaba hablar con alguien sobre aquél problema que me estaba quitando el sueño. Sabía que llegaría de regreso más tarde aún, pero lo necesitaba.

Llegué acalorado hasta su edificio. Me detuve frente a la puerta y comprobé la dirección en el móvil. Sí, aquella era la dirección correcta. Él llevaba poco tiempo en la ciudad y era, sin duda, el tipo de confidente que necesitaba. No quería los consejos de «deberías haber hecho así», con él tendría un punto de vista diferente al de mis amigos de toda la vida. + Más información

¿Por qué duele el amor?

Duele porque se desliza entre tus pensamientos, araña tu piel, quiebra tus rotulas y te postra ante lo estúpido.
Duele porque se escurre entre tus dedos, se incrusta bajo tus uñas, cae sobre tus pies, y te pega al suelo.
Duele porque se escapa por la puerta, suena a portazo cuando hace horas que ya se ha ido, y te atrapa dentro de tus propios errores.
Duele porque te hace divino, te torna todopoderoso, te convierte a su religión y te condena a lo humano.
Amigos, por eso duele el amor, sólo y únicamente por eso.

La Sabiduría popular en Twitter dice: «#SanValentín, como el día de Navidad, consta de animales con cuernos cargando regalos»

Te amo hasta tal punto… que no sé cuanto seré capaz de odiarte

«Hacía frío a esas horas de la mañana. La noche había sido un desastre y ambos regresábamos apestando a tabaco, con dolor en los pies, y dolor en el corazón. Durante varias horas habíamos evitado el tema, pero esa rabia que contenía desde las seis de la tarde salió de mi como un chorro de ira en su cara.»

Me había vestido con desgana, de hecho me maquillé un par de veces porque la primera vez no me vi guapa, la segunda me vi «pepona», y la tercera sirvió para intentar reparar el desastre y hacerle esperar en la puerta. Premeditadamente le odié desde las 6 de la tarde.

Cuando estábamos en el ascensor me tiré un pedo, sí, lo hice pensando en desagradarle, pero aquello le hizo una gracia infinita y se rió de mi. Antes de que hubiéramos bajado un sólo piso más él se tiró otro pedo y dijo: «estamos en paz».

Las flatulencias controladas fueron una distensión entre nosotros y hasta la hora de la cena el cariño entre los dos fue retomando su protagonismo. No llegamos a pedir el postre sin empezar de nuevo con las carcajadas y las bromas.

Algo más excitada acaricié el dorso de su mano, me entretuve con sus nudillos, las venas, y disimuladamente masturbé su dedo meñique mientras le miraba con ojos de traviesa. Él me miró preocupado y ladeó la cabeza mientras miraba hacia su entrepierna. Entendí que algo pasaba por allí abajo. Me sentí orgullosa de mi magnetismo con él.

Pero en la discoteca la cosa se torció, y noté cómo cualquier otra cosa podía ser más excitante que yo: ir a pedir a la barra, acercarse a saludar a Mario, socorrer a una guarra que se había quedado tirada en el parking sin sus amigas, cargar con la guarra toda la noche, bailar con las dos…

Ese era él, un buen hombre, con un buen rabo, mejores intenciones, y peores usos de todo lo anterior.

Al final llegó Mario, se lió con la guarra y se fueron. Mi momento de clímax se fue a tomar por culo cuando el muy capullo me dijo: «es maja, podríais ser amigas».

Mi mente es muy perversa y la respuesta que le di fue: «sí, se la presentaré a tu puta madre». Obviamente él cambió su expresión risueña y la reemplazó por una mueca que significaba «te sonrió porque aunque me jode prefiero que te jodas tú más».

Le devolví una cara de asco y le di mi bebida. Fui al baño sin mirarle, deseando que sus ojos estuvieran clavados en mi culo, y por eso traté de levantarlo y caminar lo más sensual que pude. Cuando entré en el baño y estaba fuera de su alcance pensé que andé como una idiota.

En el baño una tía me vendió no se qué mierda, pero a mi lo de esnifar no me va nada, así que le pregunté si tenía alguna cosa más. La tía me dijo que esa noche no, pero que trataría de conseguir algo si le adelantaba 20 talegos. Dude un rato, pero preferí no darle dinero.

Cuando salí, él ya no estaba. Así que empecé a caminar hacia la puerta, era hora de retirarme. Me había comportado como una imbécil.

El camino a casa se estaba haciendo más largo de lo normal. Tenía frío, los tacones me molestaban, y en mi bolso se había abierto un bote de aceite de masaje que había cogido por si la noche acababa en positivo, pero que me imposibilitó tomar un pañuelo para secarme los ojos. El rimmel ya me llegaba hasta los labios y escupía su desagradable saber con ninguna elegancia.

Pasé por al lado de una churrería, y el olor a churros me abrió el apetito. En cuestión de segundos se me cerró el estómago y seguí caminando, pero me quedé pensativa mirando al churrero que vendía a las cinco de la mañana, sólo, en mitad del puerto. Pensé en su novia, o su mujer, o su novio, o lo que tuviera caliente esperándole en la cama. Sí, hacía frío a esas horas.

Apareció de la nada una sombra que caminaba directa hacia mi. Achiné los ojos para enfocar mejor la vista, y más bien tarde reconocí que él me había encontrado. Fríamente seguí caminando y él se incorporó a mi lado.

Andamos en silencio, sin tan siquiera sincronizar el paso. Hacía frío a esas horas de la mañana. La noche había sido un desastre y ambos regresábamos apestando a tabaco, con dolor en los pies, y dolor en el corazón. Durante varias horas habíamos evitado el tema, pero esa rabia que contenía desde las seis de la tarde salió de mi como un chorro de ira en su cara.

Puso sus manos sobre mis hombros y me miró con firmeza mientras yo lloraba, criticaba, y lamentaba su comportamiento. No le dejé hablar… y él me dejó de mirar. Caminó en sentido contrario, y escuché sus pasos alejarse. Yo ni tan siquiera me volví.

Sólo andé unos 10 minutos cuando el olor a churros volvió a motivarme, pero la churrería ya había quedado lejos, así que me volví.

Tras mi espalda, con una rodilla clavada en el suelo, y una sonrisa brillante en la cara, se encontraba él. Una mano sujetaba su corazón, y la otra un ramo de churros que humeaban todavía.

Le odiaba, y sellé nuestro odio con un odioso beso.

La habitación de ciertopelo (II)

El espejo en el suelo parecía sollozar una respiración anómala, pero no dio crédito a sus oídos. Se acercó hacia él, aún reclinado en el suelo, y se dispuso a arrancar el papel de forma ansiosa. El espejo envuelto en papel kraft era el elemento más preciado de su extraña construcción, por un segundo caviló, y finalmente decidió abrirlo con el respeto y ceremonia que requería.

Mientras deshojaba el espejo sentía un extraño frío en su espalda que le llevo varias veces la mano a su nuca. En realidad sentía como si hubiera alguien detrás suyo esperando a desenvolver aquel artefacto.

Este pensamiento le pasó sólo media décima de segundo por su mente, el horror le bloqueó por unos segundos y tembló. Tomó aire, lo retuvo, exhalo con valentía y borró el pensamiento.

El cordón que servía para empacar el espejo parecía estar anudado a conciencia y hubo un momento en el que sus remordidas uñas le eran insuficientes para deshacer aquel obstáculo.

Acercó el rostro hacia el nudo, tratando de morder el nudo y avanzar en su tarea. Según su mejilla se acercaba al espejo notó una leve caricia gélida en sentido ascendente. Asustado se apartó, saltando hacia atrás cayó sobre su culo y recordando a ese hombre imaginario que le clavaba su mirada en la nuca se giró ansiosamente.

Detrás de él no había nada, sólo el oscuro terciopelo negro de tornasolado granate que absorbía con vehemencia la luz de aquella bombilla incandescente. Volvió a girarse hacia el espejo, deseando que algo sucediese detrás del papel kraft, pero allí sólo estaba el paquete medio desvestido aguardando a que desvelara si misterio.

Salió de la habitación con la sensación de tener algo pegado a la espalda, incómodo, taquicárdico, y sobre todo muy asustado. Se sentía como un imbécil y por eso decidió cerrar la habitación con un candado.

La habitación de ciertopelo (I)

La habitación de ciertopelo (I)

El decapante había logrado sacar todo el adhesivo que quedaba en la pared de aquella habitación. El olor a químicos le revolvía el estómago, pero aunque podría haber vomitado hasta el último de sus jugos, la ausencia de alimento en varias horas le había salvaguardado de tan incómodo momento.

La ventana estaba cerrada, no había apenas ventilación que pudiera darle algo de aire fresco. Pensó que sellar la ventana con cola y cubrir los cristales con pintura negra, había sido demasiado precipitado.
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Querida Rose, querida Eva, querida amiga

Querida amiga:

Me encontraba ayer tomando un café… bueno, llevaba menta, y hielo, y algo parecido a tabasco pero que no lo es, también llevaba pajita, y mucho hielo. Creo que no llevaba café, lo digo porque no vi la cucharita…

¿Por dónde íbamos? ¡Ah sí! Estaba ayer tomándome algo con una amiga con la excusa de despedirnos por Navidad. Ella tomaba mi mano izquierda entre sus dos manos y aunque sé que me miraba fijamente, con la cabeza ladeada, buscando mi mirada, yo escondía la mía en un posa-vasos roñoso.

Me llegó tu triste mensaje. Tenía dos paréntesis hacia abajo en el smiley, lo cual quiere decir que estabas muy muy triste. Quise responderte en ese momento, pero pensé que ninguna de mis palabras podrían servirte de consuelo en ese instante. Por eso, sólo por eso, escribo esta carta. Quiero que, querida Eva, hoy sonrías, que hoy empieces a ser feliz. + Más información

Un pastel que se decubrió solo

Aquella tarde estuve demasiado tiempo tratando de no pensar en cual sería tu respuesta para la pregunta que te hice en la mañana: «No me respondas ahora, hazlo más tarde, cuando te lo hayas pensado».

Estaba lavando los platos y cacerolas que había usado para cocinar. La cena estaba casi lista y, aunque el frío del agua me estaba dando ganas de mear, el olor del «casi listo» me impidió abandonar aquella obligación auto-impuesta.

Miré un par de veces el reloj del móvil, intentaba en aquel momento darme prisa para que tu respuesta, fuera la que fuera, no me pillase desprevenida.

Levanté un momento la mirada por la ventana de la cocina, me di cuenta de que se había hecho ya muy tarde, el cielo se había oscurecido. Tal vez debería sacar el pastel del horno.

El chocolate no se había quemado, la consistencia aún parecía demasiado «poco hecha», pero pensé que era mejor que mantuviera el buen sabor a que se carbonizase demasiado por esperar.

Esperar es algo que se me da muy mal, pero prometo que contigo es lo primero que pensé en hacer. Aparcar mi impulsividad, dejar mi apasionamiento estacionado en segunda fila, y descender para pasear a tu lado hasta el momento que me dijeras algo más.

Debo confesar que los ingredientes de mi receta fueron estudiados con sumo detalle. Primero quise no hacerme demasiado la interesada, y luego quise que mi detalle contigo no pareciera intencionado. Cuando aquél día nos mirábamos tan cerca creo que pude ver algo en el fondo de tus ojos. Pero me mantuve cerca.

La única noche que pudimos tener juntos, digo la única porque aún no hemos podido volver a repetirlo, temblaba como una ingenua, como una primeriza, como una zorra que por una vez en mucho tiempo consigue el queso que se le escapó al cuervo.

«Tengo miedo a enamorarme». Son las palabras más crueles que me podrías haber dicho. Mientras tú me castigabas impidiendo que dijera «cuánto me gustas». Pero la vida es demasiado sencilla como para que yo la complique sola.

Cuando conseguí una respuesta tuya el pastel ya se estaba enfriando sobre la mesa de la cocina. El olor a chocolate era intenso. Tenía una tentación tan grande a comerlo que pensaba que no podría esperar ni un minuto más.

Cuando miré el teléfono y me dijiste: «esta noche tampoco»,  pensé en que las cosas no iban a ser como me hubieran gustado. Y cuando me dijiste que necesitabas más tiempo, que querías que fuéramos amigos, que querías amigos y sexo… el chocolate se me atravesó en la pituitaria y el estómago se me cerró en banda.

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