Alcioneo y Euríbatos

No muy lejos del monte Parnaso, aún entre frondosos olivos, caminaba con paso cansado el joven Alcioneo. Regresaba a Delfos tras haber pasado unos días en la ciudad de Crisa. Durante varias semanas se había dedicado a admirar la reconstrucción de los edificios dañados por la guerra. Estaba, ciertamente, obsesionado por la belleza con la que el hombre transformaba rocas en fastos edificios, piedras en teselas en vívidos mosaicos y esculturas que parecieran querer abandonar la posición en la que fueron condenadas a permanecer por el resto de su eternidad.

Regresaba de Crisa con las manos vacías, pero la cabeza desbordada de ideas. Caminaba tan absorto que a penas prestó atención a aquellas jóvenes que caminaban a escasa distancia y que chismorreaban sobre Alcioneo y su belleza. Su cuerpo, perfectamente musculoso, su pelo de bucles definidos, unos ojos verdes infinitos y una manera de caminar que denotaba seguridad y humildad a partes iguales.

Alcioneo nunca fue consciente de su atractivo porque, para él, la única belleza era la que percibía en las construcciones de templos y anfiteatros, e incluso las casas de los comerciantes más poderosos. Así, de esta manera, el joven jamás se preocupó de agradar ni de ser agradado. Para él, su único amor fue contemplar la belleza que emergía de la tierra.

Alcioneo y Euríbatos - Alcioneo observando el templo de Apolo

En Delfos era bien conocido, quizá siendo juzgado injustamente, como «bello pero inútil». Nadie en Delfos hubiera dado una moneda de plata por sus servicios, aunque tampoco nadie, ni él mismo, hubiera sabido cuáles podrían ser estos.

Llegó a casa al final del día, su madre le esperaba con los brazos abiertos y algo de comida en la nevera. Su padre, que laboraba la tierra desde la salida de Helios por el horizonte, ya estaba durmiendo.

– Hijo mío, pasa, pasa… y cena en silencio, acuéstate temprano como tu padre. La gente en el campo está muy inquieta.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

– No es ningún secreto que esa bestia está de nuevo haciendo de las suyas. Ya no se contenta sólo con matar ganado, también han aparecido devorados algunos de los muchachos jóvenes de la zona. No quiero que te pasa nada hijo mío.

– No te preocupes madre, mi lugar no está en el campo. Está aquí, junto a la belleza del templo de Apolo.

– Mi pequeño Alcioneo, eres tan hermoso como él, pero quédate dentro de los límites de la ciudad. ¡Prométemelo!

– No te preocupes madre, seré cuidadoso.

Y así fue que, al día siguiente, pasó la mañana en el teatro mientras ensayaban las dionisias. Algunos actores se sintieron incómodos con la indómita curiosidad de Alcioneo y le invitaron a marcharse. Él, respetuoso, pidió disculpas y se retiró.

Decidió, entonces, acercarse al templo de Apolo donde, con suerte podría observar el Ónfalo. Se decía de él que era el ombligo del mundo y que estaba envuelto de piedras preciosas de gran belleza.

Caminó en dirección al monumento de Tesalia, pasó el santuario de Neoptólemo y se dirigió por la Vía Sacra hasta el Templo de Apolo. Cuando llegó allí, había un gran revuelo. Él solía no acercarse a ese tipo de discusiones, pero aquél día le pudo la curiosidad.

– Estamos muertos de miedo y los que no lo están, están muertos por esa bestia – profirió un ciudadano.

– ¡El oráculo ha sido claro! – respondió otro ciudadano

– ¿Qué es un sacrificio por el bien de toda Fócida?

Alcioneo se acercó aún más atraído por la bestia. La conversación continuó encendida hasta que uno de los exaltados interumpió diciendo:

 – El Oráculo ha dicho que debe de ser un joven hermoso, eso calmará a Síbaris. Uno cualquiera nos servirá, por ejemplo ese de ahí – vociferó mientras apuntaba directamente a la cara de Alcioneo.

La gente pareció entender que era el mejor candidato. Ofrecérselo a Síbaris calmaría su apetito y si el Oráculo estaba en lo cierto, acabaría con el problema.

Aprendieron a Alcioneo, le ataron de pies y manos y lo coronaron. Lo arrastraron, en procesión, en dirección al monte Cirfis, donde se encontraba la gruta en la que vivía aquella bestia.

Alcioneo y Euríbatos - Alcioneo arrastrado hacia su sacrificio

Cuando ya casi se encontraban junto al monte Cirfis, apareció Euríbatos. Era un guerrero joven y muy apuesto. Se había ganado el respeto en la guerra, pero además de él se decía que era hijo del dios-río Axios.

 – ¿A dónde llevan a este hombre? – preguntó mientras detenía a la turba.

Vamos a entregar a Alcioneo en sacrificio, eso calmará a Síbaris. – respondió uno de los que encabezaban aquella procesión.

En ese momento Euríbatos miró fijamente a Alcioneo que, exhausto, parecía no entender nada de lo que estaba ocurriendo. Durante unos segundos, que parecieron minutos, Euríbatos observó detenidamente la belleza de Alcioneo. ¿Cómo alguien puede sacrificar tanta belleza? – Pensó Euríbatos.

El jaleo de la gente empezó a enmudecer según se acercaban a la gruta donde descansaba Síbaris. Euríbatos, que había seguido el camino de la turba, se acercó hasta Alcioneo, deteniendo así la marcha de sus verdugos. Observó durante unos segundos su rostro y con un movimiento firme le retiró la corona. Euríbatos se puso en pie y observó de manera desafiante al resto de los asistentes mientras él mismo se colocó la corona.

Caminó a paso tranquilo hasta adentrarse en aquella cueva hasta que se dio de bruces con la drakaina. Ella reaccionó con violencia, mostrando sus fauces mientras daba un par de pasos atrás para tomar carrerilla. De aspecto reptil y rasgos de mujer, producía cierto temor al mismo tiempo que curiosidad. Era fuerte, de color oscuro y piel fuerte. No por poco los lugareños la temían tanto.

Síbaris se abalanzó sobre Euríbatos y este la esquivó echándose a un lado. Euríbatos agarró a la drakaina por el cuello y empezó a correr arrastrándola hasta el acantilado donde la lanzó al vacío. En ese momento se produjo un gran silencio. Ni ta siquiera los pájaros se atrevieron a abrir el pico.

Euríbatos se acercó a Alcioneo para ayudarle a ponerse de pie. Este le rechazo el gesto y se levantó por sí mismo. Ambos se quedaron mirándose fijamente durante unos segundos, mientras el resto de la turba, sin saber qué hacer, se dio la vuelta para volver a la ciudad.

– Gracias, te debo mi vida. – dijo Alcioneo.

– Observar tu belleza me ha devuelto la mía – respondió.

– ¿Te ha devuelto qué? – Preguntó Alcioneo no comprendiendo a qué se refería exactamente.

Euríbatos se quitó la corona que todavía llevaba en la cabeza y se acercó hasta él para posarla suavemente sobre su cabeza. A continuación se arrodilló y tomó su mano. Alcioneo invitó a Euríbatos a levantarse y le besó en los labios.

La leyenda decía que allá donde murió la bestia, brotó un manantial que dio nombre al río Síbaris. En realidad no fue la muerte drakaina quien hizo brotar aquellas aguas, sino el amor puro del hijo del rio Axis.

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