Te amo hasta tal punto… que no sé cuanto seré capaz de odiarte
«Hacía frío a esas horas de la mañana. La noche había sido un desastre y ambos regresábamos apestando a tabaco, con dolor en los pies, y dolor en el corazón. Durante varias horas habíamos evitado el tema, pero esa rabia que contenía desde las seis de la tarde salió de mi como un chorro de ira en su cara.»
Me había vestido con desgana, de hecho me maquillé un par de veces porque la primera vez no me vi guapa, la segunda me vi «pepona», y la tercera sirvió para intentar reparar el desastre y hacerle esperar en la puerta. Premeditadamente le odié desde las 6 de la tarde.
Cuando estábamos en el ascensor me tiré un pedo, sí, lo hice pensando en desagradarle, pero aquello le hizo una gracia infinita y se rió de mi. Antes de que hubiéramos bajado un sólo piso más él se tiró otro pedo y dijo: «estamos en paz».
Las flatulencias controladas fueron una distensión entre nosotros y hasta la hora de la cena el cariño entre los dos fue retomando su protagonismo. No llegamos a pedir el postre sin empezar de nuevo con las carcajadas y las bromas.
Algo más excitada acaricié el dorso de su mano, me entretuve con sus nudillos, las venas, y disimuladamente masturbé su dedo meñique mientras le miraba con ojos de traviesa. Él me miró preocupado y ladeó la cabeza mientras miraba hacia su entrepierna. Entendí que algo pasaba por allí abajo. Me sentí orgullosa de mi magnetismo con él.
Pero en la discoteca la cosa se torció, y noté cómo cualquier otra cosa podía ser más excitante que yo: ir a pedir a la barra, acercarse a saludar a Mario, socorrer a una guarra que se había quedado tirada en el parking sin sus amigas, cargar con la guarra toda la noche, bailar con las dos…
Ese era él, un buen hombre, con un buen rabo, mejores intenciones, y peores usos de todo lo anterior.
Al final llegó Mario, se lió con la guarra y se fueron. Mi momento de clímax se fue a tomar por culo cuando el muy capullo me dijo: «es maja, podríais ser amigas».
Mi mente es muy perversa y la respuesta que le di fue: «sí, se la presentaré a tu puta madre». Obviamente él cambió su expresión risueña y la reemplazó por una mueca que significaba «te sonrió porque aunque me jode prefiero que te jodas tú más».
Le devolví una cara de asco y le di mi bebida. Fui al baño sin mirarle, deseando que sus ojos estuvieran clavados en mi culo, y por eso traté de levantarlo y caminar lo más sensual que pude. Cuando entré en el baño y estaba fuera de su alcance pensé que andé como una idiota.
En el baño una tía me vendió no se qué mierda, pero a mi lo de esnifar no me va nada, así que le pregunté si tenía alguna cosa más. La tía me dijo que esa noche no, pero que trataría de conseguir algo si le adelantaba 20 talegos. Dude un rato, pero preferí no darle dinero.
Cuando salí, él ya no estaba. Así que empecé a caminar hacia la puerta, era hora de retirarme. Me había comportado como una imbécil.
El camino a casa se estaba haciendo más largo de lo normal. Tenía frío, los tacones me molestaban, y en mi bolso se había abierto un bote de aceite de masaje que había cogido por si la noche acababa en positivo, pero que me imposibilitó tomar un pañuelo para secarme los ojos. El rimmel ya me llegaba hasta los labios y escupía su desagradable saber con ninguna elegancia.
Pasé por al lado de una churrería, y el olor a churros me abrió el apetito. En cuestión de segundos se me cerró el estómago y seguí caminando, pero me quedé pensativa mirando al churrero que vendía a las cinco de la mañana, sólo, en mitad del puerto. Pensé en su novia, o su mujer, o su novio, o lo que tuviera caliente esperándole en la cama. Sí, hacía frío a esas horas.
Apareció de la nada una sombra que caminaba directa hacia mi. Achiné los ojos para enfocar mejor la vista, y más bien tarde reconocí que él me había encontrado. Fríamente seguí caminando y él se incorporó a mi lado.
Andamos en silencio, sin tan siquiera sincronizar el paso. Hacía frío a esas horas de la mañana. La noche había sido un desastre y ambos regresábamos apestando a tabaco, con dolor en los pies, y dolor en el corazón. Durante varias horas habíamos evitado el tema, pero esa rabia que contenía desde las seis de la tarde salió de mi como un chorro de ira en su cara.
Puso sus manos sobre mis hombros y me miró con firmeza mientras yo lloraba, criticaba, y lamentaba su comportamiento. No le dejé hablar… y él me dejó de mirar. Caminó en sentido contrario, y escuché sus pasos alejarse. Yo ni tan siquiera me volví.
Sólo andé unos 10 minutos cuando el olor a churros volvió a motivarme, pero la churrería ya había quedado lejos, así que me volví.
Tras mi espalda, con una rodilla clavada en el suelo, y una sonrisa brillante en la cara, se encontraba él. Una mano sujetaba su corazón, y la otra un ramo de churros que humeaban todavía.
Le odiaba, y sellé nuestro odio con un odioso beso.